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Paperback Writer

Una actuación policial en plenas fiestas de San Fermín

Hoy he visto a 12 policías perfectamente armados en el parque de Antoniutti, Pamplona, en plenos Sanfermines, a eso de las ocho y media de la mañana. Tenían a tres chicos sentados en un banco, tres chicos que eran evidentemente menores. Los han tenido ahí unos quince minutos, seguramente más, porque cuando yo he visto la actuación tenía pinta de que ya se llevaba prolongando un rato. Los chicos estaban sentados en el banco, con los brazos cruzados, mirando al frente, sin moverse. Los agentes se paseaban delante suya, con sus pistolas en el cinto perfectamente cargadas. Entraban y salían de sus tres furgones, dos de los cuales eran de la policía municipal y un tercero del cuerpo nacional. Hablaban entre ellos, miraban a los chicos, les pedían la documentación. Algún transeúnte más valiente que yo, quizá algún amigo de los chicos, se acercaba a preguntarles qué estaban haciendo. Entonces hacían una piña de tres agentes para responder a las preguntas, siempre con su semblante serio y su pistola en el cinto.

Al cabo de un rato se han ido marchando. Primero los nacionales. Luego los municipales. Los chicos se han levantado por fin del banco, y entonces yo les he preguntado a ver qué habían hecho. Me han dicho que cada uno de ellos tenía una multa de trescientos euros por mear en la calle.

Orinar en la vía pública es efectivamente un delito. Aun así se me plantean algunas cuestiones: ¿son necesarios doce agentes para detener a tres menores? Recordemos que estamos en plenas fiestas de San Fermín, conocidas por sus numerosas violaciones y agresiones sexuales, peleas de borrachos, personas desmayadas por intoxicación. Yo pienso que esos agentes podrían estar haciendo algo mejor y más útil para todos, seguro.

Recordemos también que todos los que celebramos las fiestas asumimos una gran laxitud en el cumplimiento de ciertas normas. Este año he visto a muchísimas personas cruzando pasos de cebra en rojo, orinando donde no se debía, bebiendo en rotondas, tomando toda clase de sustancias, y todo a la vista de la policía. ¿Debemos asumir que es cuestión de azar el hecho de que se nos aplique la ley?

También me planteo si es necesario ir armado para retener a tres menores entre doce policías. Claro, yo nunca he llevado un arma encima, y todos estamos muy acostumbrados a que ellos las lleven en todo momento. Pero, ¿es necesario? ¿No podrían dejarla como mínimo en el furgón? ¿O incluso en la comisaría?

Para mí este es otro caso de brutalidad policial. No sé qué pensarán los padres de estos tres chicos cuando tengan que pagar esa multa de trescientos euros. Espero que no los reprendan, ojalá sepan que doce policías con sus doce pistolas perfectamente cargadas se pavonearon e intimidaron a sus hijos, mientras en la ciudad se cometían toda clase de tropelías.

Volviendo a casa de madrugada

Camino volviendo a casa, creo que son casi las cinco de la mañana. Es fácil ver Pamplona completamente desierta a esas horas, y más en verano. Uno parece sacado de películas como El último hombre en la tierra. Me miro en los reflejos de los escaparates y me siento como un fantasma, como una proyección errática de mí mismo, perdido, solo y algo bebido. Me miro y no me gusto en absoluto. Y de tanto en tanto pasa algún coche. Siempre son taxis. A esas horas y siendo finales de julio, podrías caminar durante mucho tiempo y no te encontrarías con nadie, lo aseguro. La quietud se palpa en el aire, el silencio absoluto. El efecto del alcohol menguando, la luz de las farolas sobre la acera, el viento meciendo las hojas de los árboles. Podría pegarme toda la vida escribiendo sobre esos momentos en los que vuelvo a casa por la noche. A veces he visto gatos, pocas veces, corriendo con la cabeza baja, como si se deslizaran sobre la calle en lugar de andar. Corriendo a esconderse debajo de un coche, para mirarte después con sus ojos centelleantes. Cuando así ocurre, no puedo evitar pensar en la ciudad como un lugar que simplemente está ahí. Puede que las personas la hayan construido, pero la ciudad se pertenece a sí misma, y acoge también a diversos animales.

Y allí estoy yo, sintiéndome tan raro, tan solo, tan pequeño, tan desvirtuado. Mirándome en el reflejo de los escaparates y evitando hacerlo después. De pronto veo algo en mitad de la acera, en el suelo. Algo grande y redondeado. Me acerco expectante, casi ansioso por la novedad, preguntándome que me depara la ciudad. Es un hombre. Está tumbado bocarriba con los brazos en cruz, los ojos entreabiertos y susurra "ayuda, ayuda". Oigo sus palabras pronto, así que no tengo tiempo de hacer oscuras conjeturas. El hombre está vivo. También está gordo, muy gordo. Y calvo. Tiene un gran bigote bajo la nariz y no parece muy alto, aunque no me hago del todo a la idea porque está tumbado. Va bien vestido, zapatos, vaqueros, camisa. Llamo su atención con tono autoritario, pues a estas horas lo mejor es ser práctico. Nuestra conversación es más o menos esta:

¿Puedes oírme? pregunto yo.

me responde tratando de ubicarme con la mirada.

¿Dónde vives? de nuevo yo.

No lo sé me responde.

¿Sabes que estás tirado en mitad de la calle?

No, la verdad es que no sé dónde estoy.

¿Has bebido?

Sí, pero no tanto como para acabar así, esto no es normal.

No parece muy normal, ¿puedes levantarte?

La verdad, no. No creo que pueda. Llama a una ambulancia, por favor.

Llegados a este punto me asaltan varias ideas. La primera es que efectivamente no parece muy borracho en la forma de hablar. Me gusta la entonación que usa y como pronuncia las palabras, de forma pausada y con pronunciación clara. La verdad es que habla de forma muy correcta para estar tirado en la calle. Parece bastante mayor, su bigote está canoso. En un momento yo me fabrico mi hipótesis. Creo que el hombre ha bebido, pero también que le ha pasado algo más. Algún tipo de ataque, efecto secundario de un medicamento derivado de la bebida, algo así. Claro que puede ser que simplemente esté borracho. Saco el móvil del bolsillo y le pregunto:

¿Qué les digo?

Diles que no me puedo mover y que me encuentro muy mal.

Llamo al 112 y les cuento mi historia, muy resumida. Chico volviendo a su casa, hombre tirado en mitad de la calle, hombre ha bebido pero no mucho (según él), no sabe dónde está ni donde vive. La ambulancia tardará un poco, les digo que me quedaré en el sitio esperando. Cuelgo.

Me siento de espaldas a un escaparate, evitando verme reflejado. Pero no puedo evitar ver el reflejo del hombre y la verdad es que es más ridículo que el mío. De pronto siento que la ciudad vuelve a estar en calma, con el silbido leve del viento, las hojas meciéndose... Allí estamos, dos. Dos degeneraciones andantes, como dos escupitajos que la ciudad ha lanzado. De distintas épocas. Uno joven, ambicioso y al mismo tiempo terriblemente desesperanzado. Y el otro viejo, ya corrupto, manido por el alcohol y la locura. Dos aliados en la noche de una ciudad burguesa, acomodada, endogámica.

¿Cómo se llama usted? me pregunta mirando el cielo.

Andrés le contesto ¿y tú?

J me dice su nombre.

Encantado, J.

J me cuenta que tiene mucho miedo, que no sabe qué va a ser de él. Tan mayor y tirado en la calle, sin saber cómo ha llegado hasta allí, sin saber dónde está su casa. Me dice que lleva mucho tiempo allí tirado, pidiendo ayuda. Me pregunta si conozco a Federico Jiménez Los Santos, un periodista que dice que la sociedad se va a la mierda, que ya no hay valores, que los jóvenes están locos. Él ha estado mucho rato pidiendo ayuda y nadie ha venido. Le explico que son las cinco de la mañana y que no anda ni un alma por la calle, ¿quién querías que viniera? También le explico que ese tal Los Santos es un imbécil por asustar así a la gente y manejar ese discurso de miedo, y me da la razón. Después, J me dice que siente que la muerte se le está acercando, que quizás en una semana ya no esté en este mundo. Yo le digo que eso es difícil de saber, y que deje de decir tonterías, que en cuanto lleguen los médicos se empezará a sentir mejor. Durante toda nuestra conversación él maneja las palabras adecuadas y formula las frases de forma perfectamente comprensible, como si fuera un buen comunicador. Lástima que no tenga un gran mensaje ni una gran audiencia. A ratos se me altera y le pido que se relaje, que respire pausadamente, que todo va bien. Hablamos durante diez minutos, me trata de usted. "Cuente mi historia", me dice en un par de ocasiones, como si de verdad creyera que va a morir.

Al fin llega la ambulancia, le hago señas para indicar nuestra posición, como si fuéramos dos náufragos. ¡Aquí, aquí! ¡Llevo 25 años perdido en esta ciudad, sálvenme! ¡Y salven de paso a este nativo! ¡Enséñenle la civilización, la paz, la felicidad! No digo nada de eso, pero hago gestos como si lo estuviera diciendo. La ambulancia llega, se para, se bajan dos personas. Una mujer y un tío joven, como de mi edad. Y ya se me hace raro ver a tanta gente en la calle. Al principio estaba yo solo, volviendo a casa por la ciudad fantasma, evitando verme reflejado. Y de pronto somos cuatro personas, como un reducto social en mitad del desierto de la madrugada, y además nos adorna la luz naranja de la sirena. Lo primero que hacen es preguntarme qué ha ocurrido, y yo me siento impregnado de la situación. De nuevo les hago mi resumen: chico vuelve a casa, chico encuentra a hombre, hombre ha bebido pero no mucho (según él), hombre no puede levantarse ni sabe dónde vive. Está borracho, me dice la mujer tras un vistazo. Por un momento siento el impulso de contarle mi fantástica hipótesis. Verá, no es que esté borracho, es que tiene un problema en la cabeza y ha mezclado el alcohol con su medicación. Verá, no está simplemente borracho, está loco y le ha dado un ataque, derivado de la bebida. Pero no lo hago, porque algo dentro de mí me dice que la mujer tiene razón. J es un simple borracho y yo un simple recién graduado, presa de la incertidumbre y también del alcohol, para que ocultarlo. Levantan a J del suelo, lo ponen en pie y lo ayudan a mantenerse. J me mira con los ojos abiertos como platos.

¿Estás bien? le pregunto.

¡Qué joven eres! me responde, ya sin tratarme de usted.

Traen una camilla y le piden que se tumbe, pero él les mira escéptico. Se lo pido yo y me hace caso. Me tiende la mano mientras le tapan con una manta.

¡Adiós amigo! me dice ¡Y gracias!

Adiós J, mejórate.

¡Gracias, gracias! me grita mientras lo suben a la ambulancia, como si estuviéramos viviendo el mayor drama de la historia.

Y en un abrir y cerrar de ojos la situación se ha desprendido de mí, ya no hay hombre tirado en la calle, ni ambulancia, ni nada. Sólo yo, los putos reflejos de los escaparates y la puta ciudad vacía de siempre. Llego a casa, me quito la ropa, me tumbo en la cama y entro en un sueño pesado y profundo, uno como solo el alcohol puede proporcionar.

Conversación sobre el ejercicio de escribir

Mi amigo Morgan (o Sergio) se está interesando mucho por la literatura últimamente y el otro día me invitó a un café para que le contara un poco lo que se, que no es mucho. Nos centramos en el ejercicio de escribir: motivación, tendencia, objetivos, técnica, etc. Él dijo que podíamos grabar el audio de la conversación, que le serviría para después y que de paso podía ponerlo en el blog para que otros lo escucharan. Así que a petición suya y porque me gusta la idea, aquí está. Se puede escuchar online y descargar. La calidad no es muy buena, pero con unos altavoces decentes o unos cascos se escucha bien. Como digo en el propio audio y como me gusta dejar claro de vez en cuando, no hay ninguna pretensión ególatra, es solo charleta. Si alguien me dice que le ha gustado, se podría plantear hacer más audios a modo de podcast.

El Boulevard Jazz

El Boulevard Jazz

Este mes ha cerrado un bar bastante importante en la cultura musical de Pamplona. Importante de verdad, primero por los años que llevaba abierto al público (muchísimos), y segundo por la cantidad de música en directo que ofrecía. Para mí era un lugar encantador, pequeño, antiguo. Entrar allí era como viajar en el tiempo, el escenario con su brillantina, el terciopelo, los asientos de cuero, las fotos en blanco y negro. De hecho siempre me consideré muy joven para su ambiente, no porque no pudiera entenderlo, sino porque sencillamente las personas que lo frecuentaban eran mucho mayores que yo, es una pena. Era una pena. De hecho, una de las primeras veces que fui, me echaron por ser demasiado pequeño.

Debió ser hace cosa de diez años, tendría unos catorce. Salí de casa solo, un sábado por la noche, y fui. Ese día tocaban los míticos Beat-Less, la única banda tributo que he llegado a comprender. Mi profesor de trompeta me había avisado del concierto. Entré, el bar estaba a rebosar. En la zona de mesas frente al escenario no quedaban sitios, así que todo el mundo se amontonaba al fondo. Como siempre que tocaban los Beat-Less. Yo le pregunté al camarero cuándo iba a empezar el concierto. Supongo que no sabía que los conciertos en bares se retrasan siempre. Ahora lo se muy bien. El camarero me dijo que empezarían dentro de una hora más o menos. Luego se quedó un rato mirándome, frunciendo el ceño, y me dijo que de todas formas, yo no debería estar allí, y que sería mejor que me largara. Me fuí, me enfadé, lo olvidé. Hoy me he vuelto a enfadar con ese tío, porque qué narices, si no fuera por él habría disfrutado una noche más de un sitio que me encanta y que ya no estará disponible.

Yo nunca lo frecuenté mucho. Solía caer por allí unas tres o cuatro veces al año. Siempre me pedía un gintonic y me sentaba en alguna de las mesas con algún amigo. El dueño solía poner cacahuetes sobre las mesas. A veces gominolas. Uno se sentía muy cómodo allá y la música siempre me gustaba. Las canciones nunca se tocaban con complejos, siempre sin pretensión. Y las letras vacías, excesivamente metafóricas y sin significado, no solían tener cabida. Los músicos eran los propios habituales del bar y solían tocar boleros, temas de Sabina, Los Secretos, Fito, Dire Straits, rancheras, etc. Como todos eran amigos, el ambiente era siempre muy familiar.

En alguna ocasión, el dueño, que tocaba el piano, se sentaba a nuestro lado. Le gustaba charlar, siempre se le hacía raro que gente tan joven estuviera allí. Tenía una corbata muy chula con unas teclas de piano dibujadas. En alguna ocasión llegué a cantar alguna canción. Una vez él me dijo, para hacerse el interesante, que mi forma de cantar no estaba mal, pero que podría estar mejor. La verdad es que él cantaba de pena pero tocaba muy bien el piano. El último año el bar lo han llevado unas mujeres majísimas. Una de las pocas veces que he coincidido con ellas nos invitaron a chupitos a mi amigo Nacho y a mí hasta dejarnos bien torcidos.

Recuerdo una anécdota más o menos divertida. En el bar había un bajo Jazz Bass. Un Fender de los setenta precioso, desgastado pero en buen estado. En una ocasión, al cierre, le pregunté al cantante de los Beat-Less, ya en la calle: "¿cuánto puede costar el bajo del Boulevard?". Ambos estábamos algo tocados. Me contestó: "pues teniendo en cuenta que el bajo de noseque bar cuesta nosecuantos miles, el bajo del boulevard debe costar nosecuantos mil". Me volví a casa pensando que el Jazz Bass valía muchísimo más de lo que pensaba. Me pregunté qué bajo tendrían en ese otro bar para que fuera todavía más caro. A la mañana siguiente caí en la cuenta de que el tío pensó que le había preguntado por la bajera (bajo) y no por el instrumento (también bajo).

La noche en que el Boulevard Jazz abrió por última vez caí allí por casualidad. Me enteré ese mismo día. Había concierto, me tomé un gintonic y cuando el conciertó acabó, los músicos habituales estuvieron tocando toda la noche. Un tipo con el que había cantado una vez, un tío majísimo que toca muy bien el piano, me dijo que tenía que subir a cantar mi versión de Creep, de Radiohead, y lo hice. Algunos de los que estaban tocando me acompañaron, aunque hubiera preferido que lo hubiera hecho él con el piano. Yo tenía la voz algo mal por culpa de la ginebra, y no me salió muy decente, pero es un buen recuerdo. Después el cantante de los Beat-Less me dijo que le había gustado mucho, seguramente sin acordarse de las anteriores veces en las que habíamos hablado. Me dijo: "¿eso era Creep? Ha estado muy bien", y yo le dije: "es un honor". Y no le mentía.

Siempre admiré mucho a la gente que tocaba y cantaba en ese bar. Eran buenos, muy buenos, eso sin duda. Pero lo que siempre me maravilló (y me enseñó) fue su actitud. Tocaban para pasárselo bien y lo conseguían, se reían, se emocionaban, se emborrachaban, y yo siempre me iba a mi casa con la piel de gallina.

Volando a las otras estrellas

Hace un año fui finalista en un premio literario y aquí está:

https://ateneonavarro.files.wordpress.com/2013/07/libro-relcato-corto-el-corte-inglc3a9s-ateneo-2014.pdf

Era un certamen abierto a España que se realizaba aquí, en Navarra. Hubo 170 participantes aproximadamente. Había un primer premio, muy bien pagado, y otro premio para un finalista que también estaba dotado económicamente. Y eso fue importante para mí, pues alguien creyó que mi cuento era realmente valioso.

¿Y qué más puedo decir? En ese enlace de arriba tenéis el cuento, junto con el otro premiado y la mención de mejor relato navarro. No se si alguna vez alcanzaré un logro mayor en el mundo de la literatura. No se me puede considerar un escritor, siempre he sido inconstante, y los textos me salen muy espontáneamente. Creo que llevo unos nueve meses sin tocar un libro. En el tiempo que llevo sin tocar un libro podría haber tenido un hijo. En fin, la vida es extraña.

Por cierto, han cambiado la apariencia de blogia. ¿Por qué lo habrán hecho? El minimalismo en páginas web ya está pasado de moda, y no se que sentido tiene no poder mostrar toda la información que se podía mostrar antes. He perdido mi contador de visitas, se descuadran las cosas, todo está más feo. Qué raro y descorazonador, cambiar algo que llevaba tanto tiempo igual.

El ciervo almizclero

 

El otro día mi amigo Darío me aseguró que El lobo estepario, de Hermann Hesse, estaba en mi casa. Yo me leí este libro hace muchos años y la verdad, estoy deseoso de volver a leerlo. Hace dos sábados llegué a casa, por la noche, con ganas de cogerlo. Era tarde pero no mucho. Pongamos las tres. Lo busqué por las estanterías de mi casa, en el más absoluto silencio para no despertar a mis padres. Cuando llevaba un rato me di cuenta de que estaba muy cansado y algo bebido. En mi casa hay una habitación repleta de libros, casi todos de mi padre, recopilados durante toda su vida. El problema es que las estanterías llegan hasta el suelo y buscar entre los libros de las baldas inferiores puede ser un problema si estás algo afectado por la birra, son las tres de la mañana y no te atreves a encender la luz. Y casi lo mismo pasa con las baldas superiores. Bueno, en realidad el problema reside en ir examinando todas las baldas a lo largo de las tres estanterías. Agacharse, levantarse y agacharse otra vez. Ejercicio no recomendable de realizar, y menos después de salir de fiesta por los bares de Pamplona.

Cuando se me nubló la vista, me senté y dejé que la sangre volviera a fluir como es debido y a todas las partes de mi cuerpo. El libro no estaba. Darío se habría confundido con algún otro. Pero en la odisea de las estanterías había encontrado otros libros: Los vagabundos de Jack London, y un libro llamado "Cuentos espirituales del Himalaya". Los vagabundos tenía una traducción castellana de los años cincuenta muy dura, y lo dejé, al menos de momento. Y el otro lo cogí con curiosidad, después de haber leído Shiddharta, también de Hesse, pensé que podía seguir con el tema literario-espiritual. Pero no. El libro me decepcionó. Vale que yo no estaba en el mejor estado mental del mundo, pero no creo que a nadie pueda gustarle el irse a la cama con una retahíla de doctrinas espirituales.

 

 

El libro consistía en una agrupación de cuentos cortísimos, de dos o tres párrafos, seguidos de pequeños textos del autor en los que se explicaba la moralina del cuento, que ya de por si estaba bastante sintetizada y era fácil de pillar. Yo creo que el motivo por el que triunfan estas cosas, al igual que las citas célebres en internet, es que sintetizan el saber en frases muy cortas. Te hacen sentir sabio y poderoso ante la vida con solo perder medio segundo. Y lo curioso es que la mayoría de las lecciones que nos quieren enseñar se aprenden de otra forma muy distinta.

Es el caso del ciervo almizclero, uno de los relatos del libro mencionado. Lo leí, lo olvidé, me fui a dormir y al día siguiente me sorprendí pensando en él. Lo primero que me llama la atención es este tema del almizcle. Con esta sustancia se hacen colonias. Además, el almizcle siempre se ha usado en la lírica y en la literatura como sinónimo de algo agradable, bonito, reconfortante. Y la realidad es que el almizcle es una sustancia que sale del culo y de los genitales de muchos mamíferos. Huele bien, ojo. Es muy fuerte pero no es desagradable. Supongo que es como un ambientador natural. Los humanos no lo tenemos.

El cuento del ciervo almizclero nos habla de un ciervo al que el culo le huele especialmente a almizcle. El ciervo se pasa toda su vida tratando de averiguar de donde sale el olor y al final muere. Casi me alegro de que el ciervo no llegue a averiguar de donde sale el olor. A lo mejor no está tan mal que muera pensando que el olor viene de todas partes y ninguna, del campo, de las flores. De una cierva. Lo que el cuento nos quiere decir es que en el camino a la felicidad, uno mismo es una parte importante. Se me quedó en la cabeza porque precisamente, la idea de valorarse a uno mismo no está nada grabada en mí. A veces nos pasamos la vida deseando cosas. A mí me pasa. Deseo cosas con mucha ambición y muchas ganas, como en las películas de Disney. La mayoría no se cumplen, pero yo las deseo y las deseo hasta acabar medio loco. Es lo que le pasaba al ciervo. Y muchas veces lo que tenemos y lo que somos ya está muy bien. Cuando leo estos textos, este blog... Me siento muy cómodo. Es un buen trabajo, es entretenido. Mucha gente piensa y quizás es cierto, que los blogs son típicos de gente con mucho amor propio. Yo me detesto durante gran parte del tiempo. Creo que amarse a uno mismo es de las cosas más importantes de la vida.

A veces pienso que todo se resume en cagarla una y otra vez. No sé si hay otra forma de aprender estas cosas. Aunque quizás esta clase de tontadas como la del ciervo almizclero se puedan tener presentes en un futuro, cuando uno ya la haya cagado lo suficiente como para comprenderlo.

Septiembre

¡Otra vez con esto abandonado! Quiero seguir escribiendo, estoy esperando a que me den "permiso" para daros una gran noticia a los lectores de este blog. Este verano no he escrito nada, es así. Pero ahora llega septiembre, vuelvo a clase, retomo las sesiones con el grupo literario, y espero que todo eso me ayude a volver a darle duro a la escritura. En primavera me propuse escribir todas las semanas y lo cumplí (vale, más o menos). Voy a intentar hacer lo mismo este otoño. De momento os traigo un pequeño poema que escribí en Berlín, para ir abriendo camino. Este poema me gusta, la verdad, es infantil pero sincero al mismo tiempo y creo que me quedó decente aunque no lo hice con ningún propósito.


Ojalá los vendedores de tabaco

supieran bien donde encontrarme.

Ojalá fueran ellos los que me vendieran su tabaco

y no yo quien lo comprara.

 

Ojalá el lenguaje me diera ese privilegio

el de ser yo el objeto de los verbos, el complemento indirecto.

Así no tendría que pronunciarlos

siempre tan mal y tan poco atento.

La biblioteca

Este texto lo escribí hace unos días.



Hoy he estado en una casa vacía de la calle Amaya. Para los que no conozcan Pamplona, la calle Amaya es una calle del centro, del ensanche. Es decir, de lo primero que se construyó en la ciudad después de lo que es ahora el casco antiguo. Es una calle paralela a la gran avenida de Carlos III, que por su parte es una calle peatonal, muy ancha y muy bonita. En cambio la calle Amaya es estrecha, hay un solo carril para los coches, las aceras son viejas y las fachadas grises y descoloridas. A pesar de todo ello, es una calle muy pintoresca, pues alberga numerosos comercios de esos de toda la vida, y al final, a mano izquierda, está la escuela de artes y oficios.

Como decía, hoy he estado en un piso deshabitado, en esa calle. El suelo era un parqué viejo, agrietado y abollado. Y todo estaba lleno de trastos, papeles, un caballito de madera por aquí, un cuadro viejo por allá, una bola del mundo. Las puertas eran antiguas y los muebles también. Todo color caoba, con buenos acabados. De roble, imagino, o de imitación. Últimamente estoy con muchas cosas en la cabeza y voy por ahí sin fijarme en apenas nada. En la casa había una gran biblioteca y casi se me pasa inadvertida.

Ponte la luz, hombre. Eso me ha dicho mi anfitrión al pillarme mirando los libros como un bobalicón. Había de todo. Los libros de Reverte son los primeros en los que se han posado mis ojos. Debajo, algunos de Agatha Christie. Debajo, unos cuantos sobre filosofía. Un par de Nietzsche y haciéndoles compañía, algunos clásicos. Epicuro y Aristóteles. Más arriba y bien ordenada, estaba la colección completa de los mosqueteros de Dumas. En tapa dura, con páginas grandes y muy bien conservados. Y cerca, unos tomos enormes que aseguraban contener toda la obra de Julio Cortázar. También he visto alguno de Michael Ende. La primera tentación ha sido la de cogerlos todos, pasar las manos por las tapas, pasar las páginas. Imposible resistirme. Yo, que me cojo confianzas muy fácilmente y que además soy un sobón, he estado acariciando libros a diestro y siniestro. A ver este, buen interlineado, buen papel. ¡Este tiene ilustraciones! Precioso. Mira este otro, qué finito, qué bien se lee, qué poco pesa. Puedes llevarte alguno si quieres, ya me lo devolverás. La segunda tentación. A ésta sí me he resistido. Estaban todos tan bien puestos, y eran tantos. Y a saber cuándo podría devolver el libro en cuestión. Casi me habría sentido como un secuestrador.

He dado un paso hacia atrás para obtener una última visión de conjunto. Dos metros de altura tenía la estantería, más o menos. Y tres o cuatro de largura. Aquí están los discos, son todos de vinilo, ¿Ves? Mi anfitrión me señalaba a la esquina inferior. Allí estaba toda la colección de los Beatles, original. Alguno suelto de George Harrison y todo el concierto de Bangladesh. Estos no los he mirado tan exhaustivamente. Estaban bastante apelotonados, no tan bien conservados como los libros, y los lomos no se leían. Había que sacarlos uno a uno.

El anterior dueño de toda esta biblioteca la palmó hace relativamente poco. Es una sensación rara. Pensar que alguien leyó tantas y tantas páginas, y luego se murió. Pensar que alguien leyó a los mosqueteros de Dumas, que disfrutó con esas ilustraciones clásicas de espadachines bigotudos mientras escuchaba a George Harrison. Que se pasó toda la vida recopilando libros y que al morirse, todos ellos se quedaron allí, ordenaditos sobre los estantes en una casa deshabitada. Como un tesoro escondido. Como un reflejo maravilloso de lo que debió ser toda una vida. La muerte siempre da un reflejo curioso, cuando una persona ya no está y solo quedan de ella ciertos recuerdos. Esta mañana también he estado en Burlada, hacía un año que no ponía un pie por allí. Me he quedado algo paralizado al ver la iglesia, la última vez que la vi fue en un día horrible en el que algunos compañeros nos despedimos de otro al que ya no hemos vuelto a ver. A veces me esfuerzo por ser objetivo con los recuerdos que tengo de gente que ya no está, pues para uno mismo, son todo lo que queda de esa existencia. Pero es un ejercicio difícil, pues uno los colorea con su visión particular.

Los tanatorios y los cementerios siempre me hacen sentir extraño, pensar que la muerte existe y que me tocará a mí, y que todo esto dejará de tener importancia, y que serán otros los que verán mi lápida (por un tiempo) y trastocarán mi existencia, sin querer. Esta biblioteca privada de la calle Amaya se me antoja como una gran lápida. Un epitafio maravilloso pero perecedero. Y desde un punto de vista algo más agorero, es casi la muerte misma. Con todos esos libros preciosos, llenos de historias y bien cuidados, pero encerrados a oscuras y condenados al olvido.

El hombre tanque - El rebelde desconocido

 

Mañana se cumplen 25 años de uno de mis hechos favoritos de la historia del siglo XX. Yo lo conocí a los 16 años, hasta entonces no había oído hablar del tema. Teníamos un profesor de filosofía que al acabar las clases nos ponía imágenes y vídeos de lo que él consideraba importante. El profe se llama Fernando Nosequé, era bajito, gordo, calvo, cegato y medio sordo. Lo que se podría considerar como un hombre monstruo. A pesar de eso sus clases siempre resultaban amenas e interesantísimas. Nos caía muy bien a todos y yo creo que todos lo respetábamos mucho. La verdad es que me apena no haber ahondado más en mi relación con él, cosa que sí llegué a hacer con otros profesores, pero tampoco dependía de mí. Quizás él era tímido y no plenamente consciente del aprecio que le teníamos muchos de sus alumnos. Creo que ahora todos los veinteañeros contamos en nuestros recuerdos con algún profesor de filosofía que nos abrió los ojos y nos hizo plantearnos más de un dilema. Por desgracia, yo sólo conté con el mío un año.

Recuerdo muy bien que Fernando un día nos puso un vídeo un tanto extraño en el que un hombre se plantaba delante de una hilera de tanques. Lo puso así, sin contarnos apenas nada. Muchos de los que allí estábamos, sino todos, no sabíamos lo que era la masacre de Tiananmen, ni cuando había ocurrido, ni donde. Pero los datos no hicieron falta en ese momento, pues las imágenes hablaban por sí solas. Un chino con dos bolsas, aparentemente de plástico, se plantaba delante de un tanque. Quieto, como una estatua. Después, el tanque intentaba sortearlo pero el hombre hacía aspavientos con los brazos, y quién sabe si en ese momento gritaba improperios, amenazas o ruegos. Más tarde, el chino se subía al tanque y trataba de comunicarse con el piloto, aparentemente gritando a través de la apertura del cañón. Y al final, unas personas vestidas de paisano agarraban al hombre y se lo llevaban fuera de plano. Creo que para mí significó la muestra más fuerte de valentía que jamás había visto.

Hoy, unos cuantos años después, la imagen tiene más significado para mí. Mi mente no puede evitar ponerse en funcionamiento y generar diversas teorías acerca de lo ocurrido ese 5 de junio del 89, en Pekín. En realidad, es uno de los grandes misterios de la historia y no creo que nunca vaya a resolverse, pues el gobierno chino jamás ha soltado prenda acerca de los hechos. Yo creo que una actuación así solo puede motivarla la desesperación más absoluta. Este chino, conocido como El rebelde desconocido en España, o como The tank man en países anglosajones, seguramente sería una víctima de la gran masacre de inocentes que protagonizó la ciudad el día anterior. No creo que tomara la decisión consciente de plantarse allí, ni creo que la meditara mucho. Supongo que se sentiría profundamente torturado y deshumanizado. Consciente o no, sin duda protagonizó un hecho que aún no se si fue valiente, o temerario. Existen varias versiones sobre lo ocurrido después. Testimonios contradictorios afirman, algunos, que el hombre fue detenido allí mismo y ejecutado después. Y otros, que continúa todavía con vida en algún lugar de Asia.

Tengo que confesar que hoy, que estoy muy cansado y harto de algunas cosas, casi (y sin casi) se me saltan las lágrimas al volver a ver a ese hombre frente al abismo. Con sus bolsas de la compra, su camisa blanca, como si toda esa mierda no fuera con él, demostrando al mundo que seguramente sólo quería tener una vida y que desde luego no entendía para nada que personas hechas y derechas pudieran matar a sangre fría a tantos inocentes. El rebelde no consiguió nada, como he dicho, otros hombres se lo llevaron, quizás policías, y los tanques siguieron su camino. Y de todas formas, poco importaba ya a dónde narices fueran esos tanques, pues el daño estaba hecho y era del todo irreparable. Pero qué narices, por lo menos hubo alguien en el balcón de un hotel, Jeff Widener y sus colegas, grabando los hechos y sacando fotos, y haciendo que a día de hoy todavía siga patente esta prueba de valentía, de desesperación. Esta prueba que nos enseña que uno nunca está del todo jodido hasta que no muere definitivamente y que siempre hay mucho por demostrar.

La lectura del tanque que se para me la salto directamente, pues qué es una pizca de piedad para un verdugo, para un perro, para un asesino.

Hace dos años me encontré con el profesor de filosofía en la universidad. Estaba como siempre. Recuerdo que le pregunté qué tal, y me contestó que más ciego y más sordo. La verdad, no pude evitar el estrecharle la mano y felicitarle por sus clases, esta vez sin el temor a quedar como un simple halagador y él se vio muy agradecido. Después fui a la cafetería, contento por el encuentro, y me tomé un café recordando sus clases y repasando quizás el episodio del chino y los tanques, episodio del que mañana se cumplen 25 años, mientras pensaba también en como lidiar con los dichosos exámenes y con otros profesores mucho menos profesionales que Fernando.

Lluvia

Últimamente y quizás siempre, este blog ha adquirido un enfoque muy didáctico para mí. Casi todo lo que estoy escribiendo este mes son pruebas y trabajos no del todo triviales en los que pongo mi empeño, no se muy bien con que resultado.

En Pamplona siempre ha llovido. Y siempre ha parado. Me lo contaba Gonxal hace unos días, aunque yo ya lo sabía. Pero él me lo contaba bien, como hay que contar las cosas. Mi abuelo, decía, siempre lo dice. Aquí siempre ha llovido y siempre ha parao. Siempre ha parao, remarcaba Gon con acento ribero. Siempre ha parao.

Los habitantes de esta pequeña urbe, de este granito de arena en el universo, de esta burbujita de comodidad y Opus Dei, de UPN y PSN, de gente que se deja 63 millones en un circuito de carreras avocado al fracaso, de hinchas de un equipo que más bien es un pozo de dinero público y que últimamente, además, ha sido ampliamente derrotado. Todos ellos están, aunque a veces se les olvide, muy acostumbrados a mojarse. A mojarse en sentido literal y no figurado. A que se les calen los cogotes pelados y se les congelen las pantorrillas. A caminar con los calcetines bien húmedos e ir pisando el suelo como si fuera un cenagal. Y todo es a causa de eso, de la lluvia. De ese fenómeno atmosférico tan famoso con el que últimamente tengo una relación variada y curiosa.

Empecemos por referencias reales y después vayamos hacia la ficción. Aunque bien podría hacerlo al contrario. Podría empezar contando lo mucho que me marcó aquella lluvia gruesa y aparentemente fría, la de Jurassic Park. La recuerdo muy bien. Aquella lluvia terrible que rebotaba en los cristales de los coches y de los endebles edificios, en mitad de la selva, con sus dinosaurios mojados, sus T-Rex (esta vez sin Whoopi Goldberg) respirando vaporcito, echando aire caliente al exterior, olfateando a algún desgraciado que ponía en práctica esa teoría loca, la de "si no me muevo no me ve". Pero entonces, si lo hiciera, si desarrollara más el tema, qué gracia tendría hablaros de lo mucho que me mojé el otro día aquí, en la Pamplona regional. En la Pamplona exenta de aventuras, con algún que otro dinosaurio pero desde luego sin selva ni clima tropical.

Uno de los principales detractores de la lluvia es Darío. Darío es un gran amigo y más aún, compañero de aventuras musicales. Como casi todas las personas que no han nacido en este agujero, gusta de recordárnoslo habitualmente y es comprensible. Yo soy de una isla cálida y tropical, suele decir refiriéndose a su país natal, Cuba. Yo no soy de aquí y este clima no me va. A mí esta lluvia me toca los cojones, me pone triste y enfermo. Y luego está Beau Et Din, abreviado Beau-D y pronunciado Bodi, mi amigo Senegalés, que tiene un discurso muy parecido al de Darío. Bodi me dice: Redemption (me llama así en honor a uno de mis videojuegos preferidos), yo necesito calor, a mí este frío y esta lluvia, brrrrrr, me ponen malito. Y entonces siempre se frota la piel negra de sus brazos y pone cara de estreñido, y a veces continúa negando rotundamente: no, no, no, no, esto no es para mí, te lo digo.

Hay mucha gente que dice no molestarse ante la lluvia, pero ninguno lo demostró tanto como Andy, aquel trotamundos que conocí en Edimburgo hace un par de años. Recuerdo muy bien aquella lluvia fría del mes de julio. Caía fina, en el norte de Gran Bretaña, y era incesante. La ciudad estaba siempre mojada, como en un cuadro impresionista, y la gente caminaba de un lado para otro siempre con paraguas y chubasquero. Recuerdo como me embozaba yo en mi impermeable. La cara se me llenaba por completo de agua, pero el resto aguantaba bien y así me pasaba las mañanas y las tardes, de un lado para otro. Cuando por las noches llegaba al albergue en el que me alojaba, de camino siempre compraba alguna caja de cervezas, y luego, en el patio trasero, me las bebía en compañía de Andy y de muchos otros. Aquel patio me maravillaba, pues estaba rodeado de todas las fachadas traseras de la manzana, era amplio, estaba dividido en parcelas y dejaba una espléndida vista de tejados y chimeneas inglesas (escocesas, en realidad). Pero había un detalle que siempre me llamaba la atención, y es que cuando la lluvia se volvía especialmente intensa y molesta, todos nos parapetábamos contra la fachada de la casa y continuábamos la charla bajo la repisa. Pero no Andy, él siempre se ponía frente a la pared y disfrutaba chirriándose hasta los topes. Se sacudía el pelo y permanecía allí, normalmente con un vaso de vino, feliz, mientras su jersey de lana azul de marinero se llenaba de agua como una esponja. Tengo que escribir más sobre ese viaje.

A mí a veces me gustaría ser como el protagonista del libro de Eduardo Mendoza que acabo de leer, cortesía de Nacho. La aventura del tocador de señoras. En él se nos presenta a un detective peculiar, el mismo que en El misterio de la cripta embrujada. Un maleante algo demente, condenado a merodear por los barrios bajos de Barcelona y a las malas compañías. Quizás escriba sobre el libro (quizás escriba sobre los libros que voy leyendo). La cuestión es que este personaje se declara en varias ocasiones un superviviente. Un hombre enfrentado continuamente a la adversidad, al que lógicamente no le importa mucho mojarse cuando llueve. Recuerdo un pasaje del libro en el que se ve obligado a pasar la noche bajo la lluvia, vigilando el portal de un edificio. Consigue protegerse con un paraguas, se acurruca contra un árbol y el pobre, en pleno aguacero, no puede evitar el quedarse dormido. A veces me gustaría ser duro, como la gente del campo, y que no me importaran el frío y la lluvia. Pero los niñatos de ciudad como yo somos blanditos como algodones. Es lo que hay.

Los Cines Iturrama

A éste le meto muchas fotos, que para eso estamos en internet.

Uno de los parroquianos habituales del Out of Time le contó a Gonxal hace unas semanas un sueño un tanto extraño. En ese sueño, Gonxal y yo eramos viajeros del tiempo. Supongo que Nacho, el tipo que lo soñó, debía haberse tragado hacía poco unas cuantas temporadas de Doctor Who, o quizás el día anterior se había visto los 12 monos, esa tremenda película de Terry Gilliam. Quizás fue Regreso al futuro, otra de las grandes del Género, o quizás fue la primera de todas, La máquina del tiempo. Mucho cuidado que hablo de la original, la de 1960, una buena adaptación del pequeño libro de H.G. Wells.

 

  

 

Un cuento sencillito, cándido y algo flojo en cuanto a ciencia ficción, pero entretenido y emocionante. No hay que olvidar que hablamos del primer viaje en el tiempo que apareció en la literatura. La película en cuestión, cortada por el mismo patrón que el libro, también merece la pena. El cartel que le hicieron en su día es tremendo. Luego, en 2002, algunos idiotas hollywoodienses decidieron hacer una nueva versión del film y les quedó una ponzoña de tamaño considerable con la que imagino se llenaron muy bien los bolsillos.


 

 

En fin, no sabemos que inspiró el subconsciente de Nacho, pero nosotros ya estamos bien introducidos en esto de los viajes en el tiempo, o por lo menos ya tenemos alguna sólida referencia como para enterarnos del argumento del sueño. Todo empezaba cuando Gonxal y yo aparecíamos, muchos años atrás, para decirle al joven Nacho que nos conocería en el futuro y que necesitaríamos mucho dinero para poder construir la máquina viajera que nos había traído hasta él. Nacho, desde aquel momento, se ponía a ahorrar como loco y en el presente, sin que quedara muy claro como iban las cuentas financieras, nos costeábamos un vehículo ideal para movernos por la historia. Lo que más me llamó la atención del sueño fue que en nuestro primer viaje temporal no hacíamos otra cosa que personarnos en los antiguos Cines Iturrama, esos cines que han pasado a la historia de la ciudad de Pamplona por el hecho de llevar cerrados e intactos dieciocho años.

Lo más probable es que fuera simplemente la visión de los cines cerrados lo que inspirara a Nacho a tener un sueño de ciencia ficción. Y no es para menos. Yo mismo he pasado mucho ratos muertos en ese porche, junto al fotomatón, a los letreros que indican la numeración de las salas y a los escaparates con los carteles descoloridos de películas de los noventa. Entre ellas Matilda, una de Robert de Niro y alguna más. También por la noche, de vuelta a casa, a veces empujado por el alcohol, me he acercado a pegar la cara en los cristales y tratar de atisbar el interior de los cines. Barandas de cromo, suelo de granito, paredes ocres, y todo recubierto por una espesa capa de polvo gris. Un pasillo que se abre justo de frente, que da a las salas y se pierde en la oscuridad. Cuántas veces habré entornado los ojos allí, con la frente pegada al frío cristal, tratando de atisbar el final del corredor. Hace años había un viejo aspirador, no he comprobado si sigue, allí puesto, en mitad de la nada. Todavía funcionaría si a alguien le diera por enchufarlo. Un trasto viejo, de esos con la bolsa por fuera y mango largo.


 

 

La verdad es que sólo estuve dentro una vez, de muy niño. Recuerdo que fui con mi madre a ver una película en la que Whoopi Goldberg se hacía amiga de un dinosaurio T-Rex. Una cosa muy extraña que no entendí y que no creo que nunca vuelva a ver. Recuerdo que al acabar la película salimos por la puerta de atrás, pero no hay nada que ver allí ahora, la han cerrado con una persiana metálica.


  

 

Volviendo a la fantasía onírica de Nacho, tengo que decir que no se como sigue. Supongo que los tres nos íbamos a ver alguna película de acción, quizás alguna de las secuelas de Predator, o alguna de Sylvester Stallone, quien sabe. Gonxal me preguntó si no me parecía curioso que lo único que hiciéramos en este fantástico sueño fuera viajar a los antiguos Cines Iturrama, y aunque indudablemente lo es, desde un punto de vista ficticio no tiene porque serlo. En la serie de Doctor Who, por ejemplo, nos enseñan que si puediéramos viajar por el tiempo, lo más recomendable sería hacer turismo, dado que el pasado no se puede cambiar.

La Turbina

Creo que los finales, desde un punto de vista literario, pueden ser muy buenos puntos de partida. Últimamente me he dado cuenta de que cuando buscas algo con mucho ahínco, al final acabas recibiéndolo, pero nunca de la forma en que creías. La vida tiene esa capacidad de asombrar y sorprender, algo de lo que no es fácil darse cuenta. Las cosas a veces ocurren de esa manera tan extraña, quizás porque en nuestra naturaleza racional tendemos a organizarlo y predecirlo todo, y en realidad todo es mucho mas caótico de lo que pensamos. Todo está desordenado. Creo que es una reflexión muy madura. Y es que la vida te sorprende. Lo cuenta el poeta pamplonés Javier Asiaín Urtasun, en su poema Cazador Furtivo, cuando dice que "nada es como se busca sino como se recibe".

Volviendo al punto de vista literario, creo que puedes generar un efecto muy parecido si fijas el final, o algunos detalles de éste, y luego te dedicas al resto. Es como si estuvieras planteando una gran pregunta, de esas que pueblan la literatura y el arte en general. ¿Cómo transcurrirá esta historia para acabar así? Algo a lo que el artista tampoco tendría que responder en los casos más extremos.

Mi historia de Berlín, o mejor, un capítulo de la historia general de mi vida acaba en un angosto aeropuerto viejo, no del todo limpio y abarrotado. Un aeropuerto como el de Schonefeld, situado al sur de la ciudad. Podría contar un poco más. Podría decir que llegué hasta allí en un vagón vacío de la línea S9. Un vagón por el que también habían pasado los años y que me estaba sirviendo de prólogo de lo que me encontraría al llegar, o quizás era yo el que me sentía extrañamente viejo en ese momento. Pero ya me estoy saliendo del trato, que es ceñirme a la finalización. Al aeropuerto. No adelantemos, o más bien atrasemos, los acontecimientos.

El aeropuerto me esperaba con unas grandes letras sobre sus tres pisos, que rezaban Schonefeld, pero también decían Pamplona, Cama, Ducha Caliente, Salida. Yo lo miré un instante con los ojos muy cansados. No se si alcancé a abrir del todo los párpados porque la verdad es que mi estado físico era de agotamiento total y falta de sueño, por no hablar del hambre. Un hambre atroz, voraz y salvaje. Necesitaba llevarme algo a la boca cuando antes.

Cuando por fin entré, dediqué las últimas calorías de mi cerebro para seguir los carteles y entrar así en la zona internacional. Le pregunté a una chica muy simpática, de cierta compañía aérea, a ver si dentro podría comer algo. A ver si había algún restaurante. Ella me respondió que sí y cuál fue la sorpresa cuando descubrí que todos los restaurantes estaban cerrados y no abrían hasta dentro de una hora. Yo, que ya estaba soñando con una Doble Cheese Bacon, con unas alitas de pollo o con cualquier otra basura, me sentí desesperado. Empecé a buscar, como un sabueso, entre las estanterías de un supermercado donde vendían chocolate, tabaco y algún souvenir. Me compré una caja de galletas Oreo y me senté delante de un televisor informativo.

Lo curioso de Alemania es que por lo visto no publican la puerta de embarque hasta cinco minutos antes de abrirla. Supongo que lo harán para evitar aglomeraciones y demás. El caso es que a uno no le queda más remedio que esperar delante del televisor y, en mi caso, luchar contra el sueño con uñas y dientes.

Como decía, devoré con avidez aquellas galletas. Tanto es así, que el alemán que estaba sentado a mí lado me miraba, quizás apiadándose de mí. Me las metí a la boca una tras otra, sin pensar en nada, como si fueran maná, devorándolas deprisa. Después el sueño empezó a amenazar con invadirme. Los párpados se me cerraban y empecé a cabecear. Y he aquí el estado mental al que quería llegar. El estado psicológico del que quería hablar. ¿Alguna vez os habéis sentido así? Como en un limbo entre la realidad y el sueño. Necesitas muchas horas de actividad sin descanso para conseguirlo y muchas ganas de no dormirte. Yo, por ejemplo, durante algún microsueño de esos que duran una décima de segundo, allí sentado frente al televisor de las puertas de embarque, confieso que mi cerebro me la jugó más de una vez. Alguna imagen nacía en uno de esos pequeños instantes oníricos, y después, al abrir de nuevo los ojos, todavía seguía ahí, como recelosa de desaparecer.

La puerta de embarque se publicó. Me levanté. El alemán aún me echaba alguna ojeada, casi como deseándome buena suerte, o pensando vete a saber qué. Y así, llegamos hasta el momento. El momento casi místico. Estaba cansado. Más que cansado. Agotado y literalmente medio dormido. Subía lentamente las escaleras metálicas para entrar en el avión y allí estaba la turbina. La enorme turbina llena de aspas y engranajes que calentaba motores. La enorme turbina llena de sonidos. Sonidos agudos y graves, me atrevería a decir que sonaba en casi todas las frecuencias. Y ritmos marcados por las aspas que cortaban el aire. Que segaban el aire. Y en ese momento pensé, o más bien viví, una idea. La de que en la turbina se almacenaban todos los sonidos del mundo, que al ser escogidos cuidadosamente daban lugar a la música. Y os juro, a riesgo de parecer loco, que oí instrumentos y percusiones en su interior. Recordé a un nuevo amigo bilbaíno que se ganaba la vida tocando el saxo tenor en Berlín, al que a partir de ahora y para el contexto de este blog, llamaré Saxofón. Y lo oí, oí perfectamente a Saxofón recorriendo sus escalas de jazz de arriba abajo. Después escuché la vieja trompeta de Íñigo, el cajón gitano de Gonxal, el bajo de David y muchos, muchos instrumentos que junto con sus dueños me habían estado acompañando durante toda mi vida. Todos sonaban en la turbina. Todos giraban y daban vueltas. Todos deseaban que yo los escuchara. Así había sido, en definitiva, mi viaje a Berlín, y este punto final no era más que una analogía del mismo.

Cuando me senté en mi asiento, aún con la idea de la turbina en la cabeza, sentí la temida terminación. Me aguardaba un sueño incómodo, intranquilo, poblado de pesadillas y extrañas fantasías. Pero eso ya marca el inicio de otro capítulo, que a su vez también acabará. Y es que como dice el amigo Reverte, la vida es una sucesión de finales. De billetes de vuelta. Y es misión de cada uno aceptarlos de una u otra forma.

Medio partido

Medio partido

Gonxal está de portero. Es curioso porque no pensaba que esa posición se le daba bien, pero el tío las para de cine. Antes hemos estado hablando de El mono burgos, ese portero mítico del Atletic. Espero que no intente hacer sus piruetas. El mono Gonxal y sus compañeros del colegio en el antiguo campo de El Portland San Antonio. En Pamplona. En Pamplona mi ciudad, mi casa. He vuelto hace poco de Berlín y siento como si hubiera vuelto de verdad, como si en los últimos tres años hubiera estado navegando a la deriva. Como si el naúfrago hubiera encallado por fin en la playa. He sufrido muchas epifanías en este viaje. Quizás me han aplicado el bálsamo definitivo sobre las viejas heridas. Una de ellas, una de las revelaciones, ha sido esto que estás leyendo, querido y amado lector. Este rinconcito de internet tan maltratado y tan bueno.

Vayamos a una amplia habitacion berlinesa. El sol de la tarde colándose por unos enormes ventanales. Ropa por el suelo y un escritorio con un cuaderno lleno de esbozos, bocetos y proyectos a lápiz. Vayámos a dos personas sobre un colchón en el suelo, destapando el pasado con un ordenador. Destapando sus vidas. Rebuscando entre lo mas profundo de los servidores de Blogia. Numeros recuerdos empiezan a protagonizar este otro. Primero Gonxal y yo paseando por San Nicolás pensando en James Dean. Más al pasado. Tiran las casitas de Nuevo Iturrama, mi padre me cuenta que conoce a BB King, vamos mas atrás. Le estoy haciendo una entrevista a Íker Arana, estoy mirando el horizonte desde mi cuarto, acabo de leer El hombre duplicado de Saramago, un gato negro ha muerto en frente de mi casa, acabo de ir a un concierto de Los Nerviosos.

Inciso. Gonxal ya no está de portero. Se mueve de arriba a abajo por la banda y jadea como un perro después de la caza.

Volvemos a la habitación berlinesa. Leemos viejos escritos de P. P con quince años, P inocente, lista, madura. P sólo tiene tres atrículos en su viejo blog de adolescente. Tres artículos que marcan que hay toda una vida por delante, pero al mismo tiempo, tres artículos del pasado. Tres artículos que podían haber sido muchos más y no lo fueron. P me dice: tu por aquel entonces ya escribías muy bien. Pienso que ella también, pero tiene razón. Yo escribía bien. Amigos, se acabo el navegar a la deriva, se acabo el no respetarse.

Gol del otro equipo. Gonxal mira al suelo y coge aire. Descanso. ¿Vives? Viviré, me responde. Viviremos. Queda medio partido. Estaré atendo. Tengo 23 años y mucho que escribir.

Pete Seeger

Cuando acabé el instituto, tras la última clase de matemáticas, el profesor se acercó a mí y me dio un papel. Una notita pequeñita. La tenía hasta hace poco, pero creo que la he perdido. Debí perderla hace un par de años, porque recuerdo muy bien abrir la cartera y verla ahí, doblada, entre las tarjetas y carnets. Intento atesorar toda esa clase de cosas, pero a veces es difícil. Era un papelito muy pequeño. Aún recuerdo la forma que tenía la letra P, de Pete Seeger. Estaba escrita con estilo y personalidad. Y luego ponía entre comillas "My rainbow race". Era una canción que el profe quería que escuchara. ¿Por qué esa canción? La verdad, no lo se. Es una canción un poco cursi, quizás, un poco hippie. Creo que mi profesor me tenía por alguien sombrío. Solía faltar a muchas clases y algunas mañanas no estaba para nada, aunque intentaba ocultarlo. Sí, un adolescente con altibajos, nada raro. A veces bromeaba conmigo y me decía que yo era un vampiro, porque no me gustaba que le diera el sol a mí mesa. A día de hoy no me gusta trabajar con demasiada luz, me desconcentra.

El caso es que llegué a casa y escuché la canción. Aunque resulte increíble, me fue imposible encontrar la versión original. En youtube lo mejor que había era un señor microfoneado que no lo hacía nada mal. Y por internet no logré encontrar nada mejor. ¿El internet del 2009 estaba todavía en gestación? Bueno, la letra de la canción dice, a grandes rasgos, que hay un cielo azul, un gran océano y una tierra verde. Luego dice que algunas personas son como las avestruces, y que prefieren esconder sus cabezas en la arena. Que la libertad no es fácil de conseguir, y lo mas importante, que aún es muy pronto para estar muerto. Obtuve los acordes fácilmente y me la aprendí, con la guitarra. Luego, mi amigo Gonxal y yo la tocamos en un par de bares, él con el cajón y yo con la guitarra. Nos gustaba mucho esa canción. Es bastante directa y algo gratuita, pero es bonita y sincera. Solíamos juntarla con una de mis canciones, Las Cosas Feas, porque ambas están en el mismo tono y la armonía es parecida, así que tocábamos una detrás de la otra.

Hace unos pocos días, el autor de esta canción la palmó. No se muy bien por qué pero nunca he indagado nada sobre él, aunque creo que es bastante famosete en Estados Unidos. A lo mejor me bajo un par de discos suyos, a ver que tal. Pero bueno, la cuestión es que está muerto y me da cierta pena. Recuerdo a mi profesor de matemáticas preocupándose por mí, recuerdo a Gonxal haciendo el ritmo de la canción, recuerdo cuantas veces me he sentido triste y cuantas veces he cantado My Rainbow Race. Veo vídeos de este señor, Pete Seeger, y veo a un anciano fibroso, lleno de energía, sonriente, valiente. Y me pregunto si yo seré así algún día, si algún día haré una canción así, tan feliciana y tan redonda, para que la canten adolescentes con altibajos. Si, como él afirma, aún es pronto para estar muerto.

En fin, adiós Pete Seeger, descansa en paz.

 

El tetrapléjico

Ayer me ocurrió algo un poco distinto a lo que me ocurre normalmente y lo voy a escribir aquí.

Iba por la universidad, hacia la biblioteca, con Dani, un compañero de clase y amigo. Acababa de comer un sándwich vegetal especial, que se diferencia del vegetal a secas en que no lleva atún. Eso, y unos aros de cebolla y unos nuggets de pollo. Comida mediocre, pero fácil y rápida.

En estas que se nos acercó un señor en silla de ruedas. No una silla de ruedas normal, sino eléctrica y automática. El señor hacía mover el aparato con el dedo pulgar, empujando una palanca situada en el brazo derecho de la silla. Aunque quizás sea más correcto llamar a esa palanca joystick. El señor se paró frente a nosotros y nos dijo:

-¿Os puedo pedir un favor?

-Claro que sí. -le contestamos.

No se por qué pero tuve algo de miedo de que el tipo quisiera aprovecharse de nosotros, sabiendo que empatizaríamos con su problema, y pedirnos un cigarro, dinero o algo así. Si estás leyendo esto y quieres juzgarme por esta reflexión, puedes hacerlo.
Resulta que lo que quería era beber agua. Nos dio unas indicaciones para encontrar un botellín en su mochila, y nos aseguró que no podía mover ni las manos ni los brazos. Dani buscó el botellín raudo y veloz, y se lo puso en la boca. Lo sujetó y lo inclinó, permitiéndole así beber. El hombre bebió. Después nos pidió un cigarrillo.

-No tenemos, no fumamos. -le dije yo.

Error. Lo que quería era que, nuevamente, cogiéramos uno de sus cigarrillos y le ayudáramos a fumar. Esa vez fui yo, con ganas de enmendarme, el que siguió las indicaciones y encontró el paquete de tabaco. Ducados rubios. Le puse un cigarro en la boca y se lo encendí. Me sentí como en la típica escena de una peli de vaqueros, en la que abaten a tiros a un compañero y el protagonista se ve obligado a ponerle un cigarrillo en la boca para cumplir con su último deseo. Cada cierto tiempo le quitábamos el cigarrillo, para que pudiera expulsar el humo de tanto en tanto.

Pensé que debíamos hablar de algo durante el proceso, para que el tipo se sintiera cómodo y el cigarro le sentara bien. Podría haber mencionado cualquier tontería, el buen día que hacía o lo bonita que estaba la universidad, haciendo como si el hecho de que estaba en una silla de ruedas fuera algo completamente normal. Pero narices, cuando quieres que alguien esté cómodo contigo y que no sienta que estás ahí por obligación, lo mejor que puedes hacer es ser sincero. La sinceridad, mientras no te lleve a los límites del cinismo, es un buen recurso, nadie puede recriminarte por ella y si te juzgan, por lo menos lo harán por lo que realmente eres. Así que le pregunté lo que realmente quería saber. Qué puñetas hizo para acabar así, tetrapléjico. Me miró (sin mover el cuello) y me contestó tranquilamente.

-Estaba en la playa con unos amigos. De pronto alguien dijo: vamos a saltar. Fuimos a un acantilado al que ya habíamos ido muchas otras veces y yo salté de cabeza. No salté haciendo ninguna pirueta ni nada, simplemente de cabeza. Resulta que ese año un banco de arena se había desplazado hasta esa zona, y donde antes cubría unos cuatro metros ahora cubría metro y medio. Me rompí el cuello.

Se nos hizo un poco duro escuchar aquello. Aunque no tan duro como parece, pues la persona que lo decía estaba tranquila, repitiendo algo que ya habría contado muchas otras veces. Mi curiosidad no acabó ahí.

-¿Hace cuanto tiempo pasó? -le pregunté.

-Hace veintiocho años -dijo tras pensar unos instantes.

-¿Y cómo es vivir así? Parece muy jodido.

-Lo es. Lo mas duro es no poder mover las manos. Encenderme un cigarrillo cuando me apetece, entrar a un bar y pedirme un pincho. Esas son las cosas que más echo de menos.

Por un momento sentí ganas de decirle lo mucho que lo sentía. De mirarle y decirle "lo siento mucho". Pero luego me acordé de un tío mío, muy querido, que el verano pasado me contó como se sintió cuando en el funeral de mi abuelo, la gente se le acercaba y le decía esas palabras. Me contó que esas palabras no lo tranquilizaron, que eran solo palabras vacías porque hay cosas que le ocurren a uno y que los demás nunca podrán sentir por mucho que se empeñen. Así que no dije nada. Me conformé con guardar silencio y ayudarle a fumar su cigarrillo, que era todo lo que podía hacer por él en ese momento. No sentí compasión, aunque tuve que apretar el puño porque me estaba poniendo algo nervioso.

-¿Tenéis exámenes? -nos preguntó.

Le contamos que teníamos un examen en unas horas y que nuestra intención era repasar un poco. Estuvimos un rato hablando de los estudios, nos preguntó a ver qué estudiábamos y resulta que un amigo suyo había estudiado lo mismo que nosotros. La conversación se volvió mas relajada, aunque en cierta forma, era yo el que había pedido violencia, el que había preguntado. El cigarro se acabó. Lo tiramos al suelo y lo pisoteamos. Nos despedimos. Yo le dije que a ver si volvíamos a vernos por allí, y si lo hacemos trataré de hablar con él.

Este tipo de cosas hacen que me de cuenta de lo protegidos y arropados que vivimos. Leo estas líneas y me parecen algo gratuitas, pero por qué no escribirlas si forman parte de mi vida. Creo que el sufrimiento, la incomprensión, la soledad, son cosas que todos tenemos pero que ocultamos con esfuerzo. Y creo que una de las máximas del estado del bienestar en el que vivimos es ocultar todo eso. Por eso, aunque me puso algo triste el encuentro, al cabo de un rato me hizo sentir mejor, porque me sentí más en consonancia con la realidad.

La brújula de Jack Sparrow

Acabo de ver una ponzoña de tamaño considerable. La última peli de Piratas del Caribe. En realidad creo que la única buena es la primera, teniendo siempre en cuenta que se trata de una peli para niños, o como mucho, niños creciditos. Aún así es original y mola. Pero las continuaciones son verdadera bazofia. Insultan a la inteligencia de los pobres chavales con esos guiones tan forzados que lo único que buscan es que los personajes clave puedan soltar alguna parida absurda y graciosa. El caso es que no me he podido resistir, a pesar de que sale Penélope Cruz, porque también sale Johnny Depp haciendo de Jack Sparrow, y porque la tenía en 3D y en calidad ultra.

Venía a comentar que me encanta la brújula de Jack Sparrow, esa que te muestra siempre la dirección en la que se encuentra aquello que tu corazón mas desea. Me imagino qué sería de mí si la tuviera. Supongo que me convertiría en el esclavo del cacharrito, yendo siempre de un lado para otro, consiguiendo aquello que deseo en cada momento y descubriendo que, quizás, el corazón humano es en realidad insaciable. Aunque quiero creer que la brújula mostraría siempre la misma dirección, sea cual fuese. Una dirección difícil, practicamente imposible, pero que yo recorrería con audacia y valentía, hasta el final, momento en el cual la brújula dejaría de funcionar y se dedicaría a dar vueltas sin sentido.

La brújula de Jack Sparrow es un objeto idóneo para vivir auténticas aventuras. Lástima que los cineastas de ahora no sepan lo que es eso.

Niños chinos

Niños chinos

Hola lectores de blogs personales. Vengo a deciros que estáis anticuados. El otro día vi un video en youtube donde un experto explicaba que aunque en sus inicios, los blogs se usaban para que determinadas personas llevaran un diario público de su vida, en la actualidad los blogs destinados a ese propósito son una minoría, porque son los menos interesantes. Y de alguna forma es extraño que yo, que solo tengo veintidós años, tenga un blog personal desde hace tantos años, desde el mismo auge de los blogs personales.

Pero yo siempre recordaré cual es mi blog personal favorito. Uno que seguramente no será el mejor, pero al que le tengo un cariño especial. Es un blog que yo leía con... ¿Trece? ¿Catorce años? ¡Hace casi diez años, ya! Por aquel entonces, su autor, un tipo de mi misma ciudad, Pamplona, al que no conozco en persona, tenía casi la edad que tengo yo ahora. En la actualidad dicho blog ya no funciona, desde hace un tiempo, el autor anunció que no escribiría mas y fin, se acabó. Pero en días como hoy yo sufro el llamado efecto desorden. Consiste en que al salir a la calle me imagino a esta persona llevando una vida que yo, de adolescente, apenas comprendía, y que ahora comprendo un poco mejor. Y me lo imagino andando por la ciudad, viviendo alguna de esas pequeñas aventuras que solía relatar en su blog. Me lo imagino siendo uno mas de los que yo considero mis amigos. Y también imagino que de alguna forma, su experiencia pasada y relatada en su blog se traslada a la actualidad y se convierte en la mía propia. Aunque la persona que él era por aquel entonces seguramente no se parezca en nada a mí.

Y digo todo esto porque hoy ha sido uno de los primeros días de verano, y el efecto desorden campaba a sus hanchas por la calle. Calor. No mucho, pero bueno. Cerveza fresca. Yo con un pasmo del quince por meterme en una piscina el día anterior. La gente paseando. Esas cosas. Después de estar en un par de bares, me he sentado en la hierba, cerca de casa, con unos amigos, y hemos estado enredando con las guitarras. Y en seguida se nos han acercado unos niños chinos a dar la vara. Eran muy majos, pero increíblemente revoltosos. Al principio solo bailaban y corrían alrededor nuestra pero cuando han cogido confianza han empezado a hacer preguntas existenciales, de esas que hacen los niños majos con verdadera curiosidad. Por ejemplo, ¿Cómo funciona tu guitarra? ¿Por qué suena? ¿Como sujetas las cuerdas? Nadie me ayudaba a responder a las preguntas. ¿Vivís todos juntos en la misma casa? No. ¿Conxal y Marta son novios? Sí. Y a mi amigo David, que lleva el pelo rapado, le han preguntado, ¿Por que llevas la cabeza pelada? Porque me estaba quedando calvo y me rapé, les ha contestado. Y luego una niña me ha preguntado que a ver por qué yo no tengo novia, y le he dicho que no lo sabía porque ya estaba saturado de tanta pregunta y porque en verdad no habría podido darle una respuesta mas simple y convincente. Nos hemos ido al cabo de un rato y los niños querían saber si íbamos a volver mañana. Yo les he dicho que mañana seguramente no, pero que quizás otro día. Y fin.

En cierta forma me han caído bien estos niños chinos, tan majos y tan libres de prejuicios. Me dan envidia, en cierto modo. Me pregunto como sería yo con su edad y si haría tantas preguntas. En fin, que os cuento todo esto porque me he visto obligado, hoy el efecto desorden era especialmente intenso.

Un paseo por la UPNA

Aquí os dejo una grabación radiofónica que he grabado hoy con Gonxal y Marina paseando por la uni, viendo pájaros y comentando nuestros sentimientos en esta mañana de lunes: descargar el archivo.

El gato callejero

Un texto que siempre guardo a buen recaudo. Lo escribió mi padre, Carlos Amat, por la muerte de un gato callejero, hace unos cuantos años ya.

"Habitaba un gato en los bajos de la torre de pisos donde vivo. Su vida transcurría entre las rosaledas de los jardines, los setos y los garajes; hacia donde accedía por los agujeros de ventilación. Esta mañana al ir al trabajo me he encontrado con el Gato muerto, tendido en medio de la rampa de bajada del portal a la calle. La verdad es que ha sido esta la primera vez que he podido fijarme en él con detenimiento. En estos años lo habré visto cuatro o cinco veces, y muy de pasada, pues él, mientras vivió, fue de natural huidizo.

Tenía el pelaje muy negro y brillante, lo que le daba cierto toque esotérico. Me ha sorprendido verlo rellenito, no famélico ni huesudo. Seguramente algún vecino apiadado le daba de comer.

Aparte de la familia de este buen samaritano y la mía propia, nadie más echará en falta al Gato. Recordaremos de él, en el futuro, como algunos días al volver a casa nos pasaba por delante, huyendo de nosotros, a pesar de las llamadas cariñosas que le hacíamos para que se acercara.

Seguramente habrá personas en mi mismo edificio que lo calificarían de tiñoso y parásito; siempre merodeando por los garajes y los contenedores de la basura, con ese pelaje y esos ojos tan inquietantes. Un bicho, en fin, poco amigable. Para mí, sin embargo, ahora me doy cuenta, se me hace un respetable príncipe urbano de la soledad y de la supervivencia.
A muerto el Gato y se que a mis dos hijos, cuando se lo diga, se entristecerán. Pero les quedará el consuelo de haber sido testigos de una vida carismática y libre. Hoy yacía tendido el Gato en paz, con esa dignidad y grandeza que a veces da la muerte a ciertos seres -cada vez más raros- que en medio de estas toneladas de hormigón y asfalto, saben vivir hasta el final en libertad."

Corazón valiente

Corazón valiente

Aquel eterno invierno

en el que al apurar el último trago de la última copa

me azuzaba el miedo

de saber que en unas horas

volverían a enfrentarse mis entrañas contra el hielo.

 

Aquel eterno infierno

que gestaba

la más absoluta derrota dentro del cráneo.

Yo soñaba con el triunfo de tus besos

que tu ignorante dabas a otro

mientras apuraba, desarmado,

de la última copa el último sorbo.

 

que premiabas lo auténtico y lo genuino,

me dejaste atrás,

perdido,

con la única opción de recorrer

mi bien sabido camino.

 

que soñabas con un amor ardiente

me abandonaste a mi viento

y a mi suerte,

obligándome a mezclarme

con la misma gente.

Aterrado y solo

con mi corazón valiente.