Lluvia
Últimamente y quizás siempre, este blog ha adquirido un enfoque muy didáctico para mí. Casi todo lo que estoy escribiendo este mes son pruebas y trabajos no del todo triviales en los que pongo mi empeño, no se muy bien con que resultado.
En Pamplona siempre ha llovido. Y siempre ha parado. Me lo contaba Gonxal hace unos días, aunque yo ya lo sabía. Pero él me lo contaba bien, como hay que contar las cosas. Mi abuelo, decía, siempre lo dice. Aquí siempre ha llovido y siempre ha parao. Siempre ha parao, remarcaba Gon con acento ribero. Siempre ha parao.
Los habitantes de esta pequeña urbe, de este granito de arena en el universo, de esta burbujita de comodidad y Opus Dei, de UPN y PSN, de gente que se deja 63 millones en un circuito de carreras avocado al fracaso, de hinchas de un equipo que más bien es un pozo de dinero público y que últimamente, además, ha sido ampliamente derrotado. Todos ellos están, aunque a veces se les olvide, muy acostumbrados a mojarse. A mojarse en sentido literal y no figurado. A que se les calen los cogotes pelados y se les congelen las pantorrillas. A caminar con los calcetines bien húmedos e ir pisando el suelo como si fuera un cenagal. Y todo es a causa de eso, de la lluvia. De ese fenómeno atmosférico tan famoso con el que últimamente tengo una relación variada y curiosa.
Empecemos por referencias reales y después vayamos hacia la ficción. Aunque bien podría hacerlo al contrario. Podría empezar contando lo mucho que me marcó aquella lluvia gruesa y aparentemente fría, la de Jurassic Park. La recuerdo muy bien. Aquella lluvia terrible que rebotaba en los cristales de los coches y de los endebles edificios, en mitad de la selva, con sus dinosaurios mojados, sus T-Rex (esta vez sin Whoopi Goldberg) respirando vaporcito, echando aire caliente al exterior, olfateando a algún desgraciado que ponía en práctica esa teoría loca, la de "si no me muevo no me ve". Pero entonces, si lo hiciera, si desarrollara más el tema, qué gracia tendría hablaros de lo mucho que me mojé el otro día aquí, en la Pamplona regional. En la Pamplona exenta de aventuras, con algún que otro dinosaurio pero desde luego sin selva ni clima tropical.
Uno de los principales detractores de la lluvia es Darío. Darío es un gran amigo y más aún, compañero de aventuras musicales. Como casi todas las personas que no han nacido en este agujero, gusta de recordárnoslo habitualmente y es comprensible. Yo soy de una isla cálida y tropical, suele decir refiriéndose a su país natal, Cuba. Yo no soy de aquí y este clima no me va. A mí esta lluvia me toca los cojones, me pone triste y enfermo. Y luego está Beau Et Din, abreviado Beau-D y pronunciado Bodi, mi amigo Senegalés, que tiene un discurso muy parecido al de Darío. Bodi me dice: Redemption (me llama así en honor a uno de mis videojuegos preferidos), yo necesito calor, a mí este frío y esta lluvia, brrrrrr, me ponen malito. Y entonces siempre se frota la piel negra de sus brazos y pone cara de estreñido, y a veces continúa negando rotundamente: no, no, no, no, esto no es para mí, te lo digo.
Hay mucha gente que dice no molestarse ante la lluvia, pero ninguno lo demostró tanto como Andy, aquel trotamundos que conocí en Edimburgo hace un par de años. Recuerdo muy bien aquella lluvia fría del mes de julio. Caía fina, en el norte de Gran Bretaña, y era incesante. La ciudad estaba siempre mojada, como en un cuadro impresionista, y la gente caminaba de un lado para otro siempre con paraguas y chubasquero. Recuerdo como me embozaba yo en mi impermeable. La cara se me llenaba por completo de agua, pero el resto aguantaba bien y así me pasaba las mañanas y las tardes, de un lado para otro. Cuando por las noches llegaba al albergue en el que me alojaba, de camino siempre compraba alguna caja de cervezas, y luego, en el patio trasero, me las bebía en compañía de Andy y de muchos otros. Aquel patio me maravillaba, pues estaba rodeado de todas las fachadas traseras de la manzana, era amplio, estaba dividido en parcelas y dejaba una espléndida vista de tejados y chimeneas inglesas (escocesas, en realidad). Pero había un detalle que siempre me llamaba la atención, y es que cuando la lluvia se volvía especialmente intensa y molesta, todos nos parapetábamos contra la fachada de la casa y continuábamos la charla bajo la repisa. Pero no Andy, él siempre se ponía frente a la pared y disfrutaba chirriándose hasta los topes. Se sacudía el pelo y permanecía allí, normalmente con un vaso de vino, feliz, mientras su jersey de lana azul de marinero se llenaba de agua como una esponja. Tengo que escribir más sobre ese viaje.
A mí a veces me gustaría ser como el protagonista del libro de Eduardo Mendoza que acabo de leer, cortesía de Nacho. La aventura del tocador de señoras. En él se nos presenta a un detective peculiar, el mismo que en El misterio de la cripta embrujada. Un maleante algo demente, condenado a merodear por los barrios bajos de Barcelona y a las malas compañías. Quizás escriba sobre el libro (quizás escriba sobre los libros que voy leyendo). La cuestión es que este personaje se declara en varias ocasiones un superviviente. Un hombre enfrentado continuamente a la adversidad, al que lógicamente no le importa mucho mojarse cuando llueve. Recuerdo un pasaje del libro en el que se ve obligado a pasar la noche bajo la lluvia, vigilando el portal de un edificio. Consigue protegerse con un paraguas, se acurruca contra un árbol y el pobre, en pleno aguacero, no puede evitar el quedarse dormido. A veces me gustaría ser duro, como la gente del campo, y que no me importaran el frío y la lluvia. Pero los niñatos de ciudad como yo somos blanditos como algodones. Es lo que hay.
2 comentarios
Sergio -
Pienso que hemos dejado de mirar a las cosas por lo que son, a cambio de por lo que nos han dicho que son o por lo que hemos aprendido a creer que son. Una vez que hemos zanjado nuestras conexiones neuronales a cerca de un aspecto de nuestra vida, parece que completado el tema, no podría si no aportarnos el sentido de lo que ya es ordinario, viejo y fácilmente influenciado, manchado o tintado por aquello que nos produce rechazo.
Una vez, no hace mucho tiempo, no recuerdo muy bien si había salido a hinchar las ruedas de mi bici o qué, pero me encontraba pedaleando bajo un claro cielo azul, montado en mi bici después de un largo tiempo sin usarla. De repente, mirando mis manos sobre el manillar y el asfalto de fondo pasando a gran velocidad, sentí, percibí, o mi subconsciente me sugestionó a pensar que había muerto y me habían permitido volver a la vida tan solo para pedalear mi bici una última vez. La idea sirvió para que aquello, por un instante, me pareciera como estar en el cielo, como si la vida misma se hubiera reducido a ese acto tan alegre y luminoso, algo tan sencillamente bello como montar en bici, notar el viento golpear la cara a causa de la velocidad y en resumen, como volver a estar vivo y a sentirse vivo por una última vez. Esa consciencia de lo último y de que cada cosa es única en el eterno fluir de una existencia misteriosa y realmente maravillosa; algo tan trillado pero a la vez tan especial que parece que, o es propio de las películas o de los delirios más sublimes del ser humano y que sin embargo y después de todo, está ahí, en la experiencia de uno mismo, pareciendo indicar que lo que hoy poco se comprende y poco se vive, mañana pudiera ser que guiados por alguna aspiración sincera y enigmática en nosotros, descubriéramos en nuestra consciencia del presente, un estado o una realidad o una nueva vida más plena y verdadera, más en sintonía con lo que las cosas pudieran llegarnos a ser.
Laura -