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Paperback Writer

La Turbina

Creo que los finales, desde un punto de vista literario, pueden ser muy buenos puntos de partida. Últimamente me he dado cuenta de que cuando buscas algo con mucho ahínco, al final acabas recibiéndolo, pero nunca de la forma en que creías. La vida tiene esa capacidad de asombrar y sorprender, algo de lo que no es fácil darse cuenta. Las cosas a veces ocurren de esa manera tan extraña, quizás porque en nuestra naturaleza racional tendemos a organizarlo y predecirlo todo, y en realidad todo es mucho mas caótico de lo que pensamos. Todo está desordenado. Creo que es una reflexión muy madura. Y es que la vida te sorprende. Lo cuenta el poeta pamplonés Javier Asiaín Urtasun, en su poema Cazador Furtivo, cuando dice que "nada es como se busca sino como se recibe".

Volviendo al punto de vista literario, creo que puedes generar un efecto muy parecido si fijas el final, o algunos detalles de éste, y luego te dedicas al resto. Es como si estuvieras planteando una gran pregunta, de esas que pueblan la literatura y el arte en general. ¿Cómo transcurrirá esta historia para acabar así? Algo a lo que el artista tampoco tendría que responder en los casos más extremos.

Mi historia de Berlín, o mejor, un capítulo de la historia general de mi vida acaba en un angosto aeropuerto viejo, no del todo limpio y abarrotado. Un aeropuerto como el de Schonefeld, situado al sur de la ciudad. Podría contar un poco más. Podría decir que llegué hasta allí en un vagón vacío de la línea S9. Un vagón por el que también habían pasado los años y que me estaba sirviendo de prólogo de lo que me encontraría al llegar, o quizás era yo el que me sentía extrañamente viejo en ese momento. Pero ya me estoy saliendo del trato, que es ceñirme a la finalización. Al aeropuerto. No adelantemos, o más bien atrasemos, los acontecimientos.

El aeropuerto me esperaba con unas grandes letras sobre sus tres pisos, que rezaban Schonefeld, pero también decían Pamplona, Cama, Ducha Caliente, Salida. Yo lo miré un instante con los ojos muy cansados. No se si alcancé a abrir del todo los párpados porque la verdad es que mi estado físico era de agotamiento total y falta de sueño, por no hablar del hambre. Un hambre atroz, voraz y salvaje. Necesitaba llevarme algo a la boca cuando antes.

Cuando por fin entré, dediqué las últimas calorías de mi cerebro para seguir los carteles y entrar así en la zona internacional. Le pregunté a una chica muy simpática, de cierta compañía aérea, a ver si dentro podría comer algo. A ver si había algún restaurante. Ella me respondió que sí y cuál fue la sorpresa cuando descubrí que todos los restaurantes estaban cerrados y no abrían hasta dentro de una hora. Yo, que ya estaba soñando con una Doble Cheese Bacon, con unas alitas de pollo o con cualquier otra basura, me sentí desesperado. Empecé a buscar, como un sabueso, entre las estanterías de un supermercado donde vendían chocolate, tabaco y algún souvenir. Me compré una caja de galletas Oreo y me senté delante de un televisor informativo.

Lo curioso de Alemania es que por lo visto no publican la puerta de embarque hasta cinco minutos antes de abrirla. Supongo que lo harán para evitar aglomeraciones y demás. El caso es que a uno no le queda más remedio que esperar delante del televisor y, en mi caso, luchar contra el sueño con uñas y dientes.

Como decía, devoré con avidez aquellas galletas. Tanto es así, que el alemán que estaba sentado a mí lado me miraba, quizás apiadándose de mí. Me las metí a la boca una tras otra, sin pensar en nada, como si fueran maná, devorándolas deprisa. Después el sueño empezó a amenazar con invadirme. Los párpados se me cerraban y empecé a cabecear. Y he aquí el estado mental al que quería llegar. El estado psicológico del que quería hablar. ¿Alguna vez os habéis sentido así? Como en un limbo entre la realidad y el sueño. Necesitas muchas horas de actividad sin descanso para conseguirlo y muchas ganas de no dormirte. Yo, por ejemplo, durante algún microsueño de esos que duran una décima de segundo, allí sentado frente al televisor de las puertas de embarque, confieso que mi cerebro me la jugó más de una vez. Alguna imagen nacía en uno de esos pequeños instantes oníricos, y después, al abrir de nuevo los ojos, todavía seguía ahí, como recelosa de desaparecer.

La puerta de embarque se publicó. Me levanté. El alemán aún me echaba alguna ojeada, casi como deseándome buena suerte, o pensando vete a saber qué. Y así, llegamos hasta el momento. El momento casi místico. Estaba cansado. Más que cansado. Agotado y literalmente medio dormido. Subía lentamente las escaleras metálicas para entrar en el avión y allí estaba la turbina. La enorme turbina llena de aspas y engranajes que calentaba motores. La enorme turbina llena de sonidos. Sonidos agudos y graves, me atrevería a decir que sonaba en casi todas las frecuencias. Y ritmos marcados por las aspas que cortaban el aire. Que segaban el aire. Y en ese momento pensé, o más bien viví, una idea. La de que en la turbina se almacenaban todos los sonidos del mundo, que al ser escogidos cuidadosamente daban lugar a la música. Y os juro, a riesgo de parecer loco, que oí instrumentos y percusiones en su interior. Recordé a un nuevo amigo bilbaíno que se ganaba la vida tocando el saxo tenor en Berlín, al que a partir de ahora y para el contexto de este blog, llamaré Saxofón. Y lo oí, oí perfectamente a Saxofón recorriendo sus escalas de jazz de arriba abajo. Después escuché la vieja trompeta de Íñigo, el cajón gitano de Gonxal, el bajo de David y muchos, muchos instrumentos que junto con sus dueños me habían estado acompañando durante toda mi vida. Todos sonaban en la turbina. Todos giraban y daban vueltas. Todos deseaban que yo los escuchara. Así había sido, en definitiva, mi viaje a Berlín, y este punto final no era más que una analogía del mismo.

Cuando me senté en mi asiento, aún con la idea de la turbina en la cabeza, sentí la temida terminación. Me aguardaba un sueño incómodo, intranquilo, poblado de pesadillas y extrañas fantasías. Pero eso ya marca el inicio de otro capítulo, que a su vez también acabará. Y es que como dice el amigo Reverte, la vida es una sucesión de finales. De billetes de vuelta. Y es misión de cada uno aceptarlos de una u otra forma.

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