La biblioteca
Este texto lo escribí hace unos días.
Hoy he estado en una casa vacía de la calle Amaya. Para los que no conozcan Pamplona, la calle Amaya es una calle del centro, del ensanche. Es decir, de lo primero que se construyó en la ciudad después de lo que es ahora el casco antiguo. Es una calle paralela a la gran avenida de Carlos III, que por su parte es una calle peatonal, muy ancha y muy bonita. En cambio la calle Amaya es estrecha, hay un solo carril para los coches, las aceras son viejas y las fachadas grises y descoloridas. A pesar de todo ello, es una calle muy pintoresca, pues alberga numerosos comercios de esos de toda la vida, y al final, a mano izquierda, está la escuela de artes y oficios.
Como decía, hoy he estado en un piso deshabitado, en esa calle. El suelo era un parqué viejo, agrietado y abollado. Y todo estaba lleno de trastos, papeles, un caballito de madera por aquí, un cuadro viejo por allá, una bola del mundo. Las puertas eran antiguas y los muebles también. Todo color caoba, con buenos acabados. De roble, imagino, o de imitación. Últimamente estoy con muchas cosas en la cabeza y voy por ahí sin fijarme en apenas nada. En la casa había una gran biblioteca y casi se me pasa inadvertida.
Ponte la luz, hombre. Eso me ha dicho mi anfitrión al pillarme mirando los libros como un bobalicón. Había de todo. Los libros de Reverte son los primeros en los que se han posado mis ojos. Debajo, algunos de Agatha Christie. Debajo, unos cuantos sobre filosofía. Un par de Nietzsche y haciéndoles compañía, algunos clásicos. Epicuro y Aristóteles. Más arriba y bien ordenada, estaba la colección completa de los mosqueteros de Dumas. En tapa dura, con páginas grandes y muy bien conservados. Y cerca, unos tomos enormes que aseguraban contener toda la obra de Julio Cortázar. También he visto alguno de Michael Ende. La primera tentación ha sido la de cogerlos todos, pasar las manos por las tapas, pasar las páginas. Imposible resistirme. Yo, que me cojo confianzas muy fácilmente y que además soy un sobón, he estado acariciando libros a diestro y siniestro. A ver este, buen interlineado, buen papel. ¡Este tiene ilustraciones! Precioso. Mira este otro, qué finito, qué bien se lee, qué poco pesa. Puedes llevarte alguno si quieres, ya me lo devolverás. La segunda tentación. A ésta sí me he resistido. Estaban todos tan bien puestos, y eran tantos. Y a saber cuándo podría devolver el libro en cuestión. Casi me habría sentido como un secuestrador.
He dado un paso hacia atrás para obtener una última visión de conjunto. Dos metros de altura tenía la estantería, más o menos. Y tres o cuatro de largura. Aquí están los discos, son todos de vinilo, ¿Ves? Mi anfitrión me señalaba a la esquina inferior. Allí estaba toda la colección de los Beatles, original. Alguno suelto de George Harrison y todo el concierto de Bangladesh. Estos no los he mirado tan exhaustivamente. Estaban bastante apelotonados, no tan bien conservados como los libros, y los lomos no se leían. Había que sacarlos uno a uno.
El anterior dueño de toda esta biblioteca la palmó hace relativamente poco. Es una sensación rara. Pensar que alguien leyó tantas y tantas páginas, y luego se murió. Pensar que alguien leyó a los mosqueteros de Dumas, que disfrutó con esas ilustraciones clásicas de espadachines bigotudos mientras escuchaba a George Harrison. Que se pasó toda la vida recopilando libros y que al morirse, todos ellos se quedaron allí, ordenaditos sobre los estantes en una casa deshabitada. Como un tesoro escondido. Como un reflejo maravilloso de lo que debió ser toda una vida. La muerte siempre da un reflejo curioso, cuando una persona ya no está y solo quedan de ella ciertos recuerdos. Esta mañana también he estado en Burlada, hacía un año que no ponía un pie por allí. Me he quedado algo paralizado al ver la iglesia, la última vez que la vi fue en un día horrible en el que algunos compañeros nos despedimos de otro al que ya no hemos vuelto a ver. A veces me esfuerzo por ser objetivo con los recuerdos que tengo de gente que ya no está, pues para uno mismo, son todo lo que queda de esa existencia. Pero es un ejercicio difícil, pues uno los colorea con su visión particular.
Los tanatorios y los cementerios siempre me hacen sentir extraño, pensar que la muerte existe y que me tocará a mí, y que todo esto dejará de tener importancia, y que serán otros los que verán mi lápida (por un tiempo) y trastocarán mi existencia, sin querer. Esta biblioteca privada de la calle Amaya se me antoja como una gran lápida. Un epitafio maravilloso pero perecedero. Y desde un punto de vista algo más agorero, es casi la muerte misma. Con todos esos libros preciosos, llenos de historias y bien cuidados, pero encerrados a oscuras y condenados al olvido.
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